Han pasado casi nueve meses y el caso Tlatlaya, en el que se ha demostrado que militares del Ejército Mexicano actuaron extrajudicialmente en el asesinato de al menos 15 presuntos criminales sigue en plena impunidad. Aún más, persisten sin atenderse las violaciones de derechos humanos en las que también estuvieron involucradas autoridades ministeriales mexiquenses, y sin resarcirse los daños a las víctimas -de quienes fueron detenidas y sometidas a tortura-, y de los familiares de las víctimas que resultaron ejecutadas en el operativo castrense.
Apenas la semana pasada, diversas organizaciones civiles insistieron en la necesidad de ampliar las indagatorias judiciales para determinar el grado de responsabilidad de los altos mandos de las fuerzas federales, sin embargo la exigencia se topó con la cerrazón de las autoridades encargadas de investigar y el desdén del grupo especial de diputados encargado de dar seguimiento al caso.
Tlatlaya constituye el más emblemático para la administración de los mexiquenses Enrique Peña Nieto y Eruviel Ávila, por el abuso de autoridad con que actuaron los elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional y la complicidad y omisión asumidas por las autoridades ministeriales. Por esa razón debiera significar un asunto prioritario de atención de los gobiernos, pero las señales hasta hoy evidenciadas tiene la sensación de ser un expediente cerrado.
El monopolio de la fuerza pública para el Estado representa la posibilidad de mantener el orden y la estabilidad, mismos que han sido colapsados por la fortaleza de instituciones que exceden sus facultades y obligaciones, en desconocimiento pleno de los derechos humanos más elementales.
En medio de un discurso oficial se hayan contradicciones, mentiras y omisiones que laceran la defensa de esos derechos humanos vulnerados. Lo que está en juego es la credibilidad y la confianza de esas instituciones que hoy se han debilitado como consecuencia de su actuación y la poca disposición para esclarecer las circunstancias, condiciones y responsabilidad del operativo desplegado en Tlatlaya.
La recomendación emitida por la Comisión Nacional de Derechos Humanos también fue insuficiente para que las instancias involucradas asumieran una mayor responsabilidad de lo ocurrido en la entidad, donde cabe subrayar, prolifera el despliegue del Ejército Mexicano en el desarrollo de labores de seguridad pública, con la amenaza latente de cometer o incurrir en la violación de derechos humanos, en tanto que el caso Tlatlaya no ha propiciado hasta ahora, ni un resarcimiento de daños ni la implementación de protocolos de una avanzada al respeto de las libertades de la sociedad.
Está claro que la incursión del Ejército Mexicano se ha dado en función de una alta incidencia criminal, particularmente al sur y oriente del Estado de México, donde se asientan las Bases de Operación Mixta y que han derivado en la presencia de militares en las zonas de mayor violencia, frente a la inoperancia de policías municipales, de la sospecha de infiltración del crimen organizado en los cuerpos de seguridad. En síntesis, la presencia militar en la entidad es consecuencia del fracaso del modelo de seguridad pública de los gobiernos estatal y municipales.
No obstante, hasta ahora la presencia del Ejército Mexicano, en principio no resolvió el tema de la criminalidad en la entidad, donde se siguen registrando asesinatos vinculados al crimen organizado.
Y en segunda instancia, el caso Tlatlaya ha espetado un escándalo mayor, que no ha sido resuelto, que debe considerarse un expediente abierto y que no puede dejarse en el olvido, frente a la imperiosa necesidad de defender los derechos humanos y que las instituciones, y su fortaleza que tanto se presume, asuman un actitud proactiva y de responsabilidades que permitan evitar la impunidad, y eso incluye, castigar a quienes hayan incurrido en un abuso de su facultades y atribuciones, sin importa el mando que represente. Las víctimas, sus familiares y la sociedad en general, así lo exigen.